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jueves, 21 de noviembre de 2013

¿Cómo acabar con el racismo?

Forma de terminar con el racismo


La lucha contra la exclusión ha ganado terreno. Si antes se podía hacer una discriminación frontal sin mayores consecuencias, hoy quien la ejerce se expone a la reprobación de una mayoría. El hogar sigue siendo el lugar donde se afianza el respeto por la diferencia.
Cualquiera a quien se le pregunte si es racista, sexista, homófobo, clasista o xenófobo, lo negará rotundamente y además se sentirá ofendido por la pregunta. ¿Quién en un mundo donde lo políticamente correcto ha cobrado tanta importancia, diría que sí? Se puede afirmar de corazón. Pero sólo cuando se confronta la realidad con la ideología se sabe qué tan sólidas son las convicciones o por el contrario los prejuicios.
Es normal y aceptable que la hija del vecino tenga una pareja de otra raza. ¿Pero si no es la hija del vecino sino la propia? Aquí empiezan los problemas. “Todo está bien mientras no me afecte”, pero en un mundo cada vez más multicultural y móvil, en algún momento, este tipo de preguntas llegarán al entorno más íntimo, al cerco familiar.

Si bien las campañas mediáticas, los programas educativos y las estrategias de sensibilización son muy significativos, el trabajo más importante para erradicar los prejuicios es individual. Los prejuicios profundos no se adquieren en la calle, en la escuela, ni en la sociedad (aunque sí se alimentan del entorno), sino en el corazón mismo del hogar. Se transmiten de padres a hijos, y se repiten, como se repiten los comportamientos heredados, automáticos y subconscientes. Y aunque resulta fácil afirmar que no se es racista (o clasista, etc.), otra cosa es no serlo en la cotidianidad. Y esto no se supone como algo que “nazca”, sino que es una decisión consciente que se trabaja, se aprende y que tendrá efecto en el propio entorno y en la mentalidad de quienes vienen detrás, los hijos, los nietos y las generaciones venideras.

El conflicto de la identidad

Dicen los expertos que los prejuicios se alimentan en gran medida de desconocimiento y miedo. Frente a lo conocido se sabe qué se puede esperar y cómo actuar en consecuencia. Lo desconocido genera desconfianza, inseguridad, miedo. Y aunque por centurias la reacción natural ha sido que el hombre se rodee de sus símiles, en un mundo global como el actual esa solución ya no es sólo difícil, sino casi imposible.
Lo primero frente a ese miedo a lo desconocido es reconocerlo y enfrentarlo. Y para ello hay dos caminos: el fácil, asumir los tópicos circulantes (los prejuicios colectivos, las generalizaciones), escudarse detrás de los prejuicios e intentar seguir protegiéndose en los muros ficticios del gueto. El segundo, más conflictivo pero también más constructivo, analizarse a sí mismo para mirar con los propios ojos (y el propio juicio) los miedos personales y enfrentar el problema desde la individualidad. Decía Tales de Mileto: “La cosa más difícil es conocernos a nosotros mismos, lo más fácil, hablar mal de los otros”, y esta representa la diferencia entre un trabajo activo para la comprensión y la tolerancia o una postura ficticia y políticamente correcta de tolerancia, vacía en su interior.

Saber quién soy y respetar al otro

“Somos especialmente críticos con todo aquello de lo que secretamente nos acusamos”, afirma Ferrán Ramón-Cortés, escritor y especialista en comunicación personal catalán. Y es que, como muchos psicólogos afirman, detrás de la agresividad, el cinismo y la altivez se esconde muchas veces una baja autoestima o una identidad poco consolidada. Se intenta reafirmar la propia valía devaluando al otro, se margina a los otros para evitar ser marginados.

El crecimiento personal, el camino para ser mejores seres humanos va en la dirección contraria: autoafirmarse por lo que se es (independientemente de lo que sean o no sean los otros) y por lo tanto, respetando a los demás. Y lograr ese estado de humildad y seguridad en el que se llega a “No querer tener razón: nuestras creencias son hipótesis, no verdades”, como lo sentencia Xavier Guix, psicólogo especializado en comunicación y Programación Neurolingüística, PNL.
Y fuera de conocerse a sí mismo, enfrentar ese miedo a la diferencia, precisamente como se enfrentan las fobias: encarando de cerca el objeto de temor. Conocer personalmente al otro, escucharlo, intentar “ponerse en sus zapatos”, darle un nombre y una identidad, para lograr sacarlo del estereotipo. Romper la burbuja personal (aunque dé pánico hacerlo) y acercarse lo más limpio posible de prejuicios para ver lo que hay y no lo que ya se tiene preconcebido que se va a ver. Viajar, no llevándose la casa a cuestas sino intentando conocer la casa del otro con respeto y toda la curiosidad (que es la madre de todo aprendizaje). Librarse de la armadura del “este soy yo y esto es lo mío” y el eterno “lo mío es mejor (la comida de mi tierra, el clima de mi ciudad, la música de mi pueblo)”, ya que si hay comparación hay competición y si hay competición hay poca objetividad de análisis. En resumen, salir con humildad a aprender y no a reafirmar los prejuicios y preconcepciones que ya se tienen encima.

Inculcar valores en los niños

Decirle a un pequeño “no debes ser racista”, es arar en el mar. Lo escuchará y lo olvidará rápidamente. ¿El motivo? Los adultos estamos acostumbrados a hablar en el plano conceptual. En los niños resulta diferente. Para ellos, los conceptos y su abstracción son como aire. Pueden escucharlo, tal vez comprenderlo, pero difícilmente lo interiorizarán porque su lenguaje es otro: el de la imaginación, el de las narraciones simbólicas. Por eso, un cuento, un relato, una metáfora o una vivencia personal o familiar causan más efecto y recordación en ellos de lo que puede tener un discurso sobre lo correcto o lo incorrecto.

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